martes, 16 de mayo de 2017

Felices los cuatro


Hace mucho que ir a ver a Independiente me genera cosas ajenas al fútbol. Otras cosas, que si bien ya quedan muy lejanas en el tiempo, me mantienen intacto el recuerdo de aquella primera vez cuando papá me dijo: "¿Vamos a verlo a la cancha?". Yo me preguntaba cómo sería, qué me encontraría al llegar al lugar del que tanto me había hablado. Y ahí estábamos, una nublada tarde de domingo en Avellaneda, él y yo -sin Aye porque 'era peligroso'-. Para no perder la costumbre, Independiente ya no peleaba por nada a esa altura del torneo, pero ganó 2-0 y mi alegría no podía ser superada por nada del mundo. El lunes me encargué de mantener bien entretenido a un conglomerado de purretes de jardín con el acontecimiento vivido hace menos de 24 horas. Y fui feliz, porque Independiente me hizo feliz.

Me costó volver a encontrar esa sonrisa con el correr de los años. Pero cuando papá estaba, siempre había un motivo para reír. Un 4-0 a Boca para cortarle una inmejorable racha, ganarle con la camiseta a los vecinos, torazos en rodeo ajeno, algunas inolvidables tardes/noches del 2002 y algunas otras locuras del Pocho y el Kun unos años más tarde. Y no mucho más. Con el viejo no pude disfrutar más que esos abrazos envueltos en lágrimas tras el histórico cabezazo de Pusineri o la goleada en el Bajo Flores. Y se fue no más. Y no imaginaba lo difícil que sería ir a la cancha sin un tipo sensato con el que se podía hablar o discutir de fútbol sin necesidad de agarrarnos a las piñas por no coincidir.

Empezamos a ir con Aye y la primera vez fue rara. Faltaba algo. Qué se yo. Faltaba un abrazo, una sonrisa, una palmada en la espalda. Empezó la peor época para no tener alguien en quien buscar consuelo. Y por suerte aparecieron los amigos, que por suerte no son pocos. Siempre voy a estar agradecido a la vida por los amigos que me puso adelante en los peores momentos de mi vida. Pero los que me dio Independiente fueron más que especiales. Se que cada lágrima derramada en los penales con el Goiás o cada abrazo con algún desconocido después del penal de Tuzzio no fueron en vano. Y si, ver a Independiente de rodillas años más tarde me hizo mierda -creo que a todos-. Pero no tener en quien apoyarme en el peor momento de mi vida me hizo peor, viejo. Adri me banco miles y te juro que es una guerrera, pero de fútbol no entiende un pito y ni se imaginaba lo que pasaba por adentro mío. Así fue que empecé a encontrar respuestas en las personas que sentían lo mismo que yo, en los amigos que se desangraban por dentro al ver a Independiente defenestrado.

Y pasó lo peor, que ya ni merece ser traído a colación. Pero después, cuando la resurrección comenzó a pensarse como posible, me invadió la misma sensación por dentro. Aquella de la primera vez. Ese cosquilleo en las piernas antes de que salgamos vestidos de Rojo, como la historia manda, a jugar la primera fecha contra Rafaela. Y me quebré al medio; ahí al lado estaba Aye, en igualdad de condiciones. Los dos, llorando como nenes por ver a Independiente en su lugar, nos juntamos en un interminable abrazo -como también pasó en ese imborrable episodio contra San Lorenzo casi un año atrás- y nos juramos nunca jamás dejarnos solos.

De allí a hoy, miles de cosas. Alegrías, angustias, sonrisas, tristezas, festejos y derrotas. Todo igual, hasta la salida del domingo. Se ve que el destino quiso que mi hermana y yo veamos el clásico separados, vaya uno a saber por qué. Pero si digo que "tengo una banda amiga que me aguanta el corazón", no es porque me guste La Vela Puerca sino es porque realmente tengo tres amigos que quiero que se queden en mi vida para siempre. Quizás fue lo especial del partido, la puesta en escena de ver al estadio totalmente colmado desde sus cuatro costados, el rival de turno, la posibilidad de pelear por jugar la Libertadores, o, simplemente, la suerte de encontrarte alguna vez. 

Salieron ellos y yo te buscaba por ahí, para contarte de lo pobres que son, que ni sus colores quieren usar ya contra nosotros -tal vez por cábala o tal vez por vergüenza, qué se yo-. Y empezó el cosquilleo otra vez. El mismo de aquel 2-0 de hace casi 20 años. Apareció Tagliafico caminando, con 10 hombres detrás que lo imitaban. Se pararon en la mitad de la cancha, nos miraron, levantaron los brazos y nos saludaron. Como vos me contaste alguna vez que hacían los que supieron llenarnos de copas, hacernos ganar el respeto de todos. Y me quebré, no me da vergüenza decirlo. Salió Independiente y yo lloraba como un nene. Porque te extraño, porque algún día espero poder encontrarnos y volver a reirnos de lo mal que ataja Sala o de la panza de Rozental. Por suerte me mandaste a Juli, Facu y Nico, tres amigos de fierro, que solamente tuvieron que extenderme un brazo para saber que me bancan en todo. Que posiblemente se hayan hinchado las pelotas de leer tanta mariconeada mía (?) pero que saben interiormente que sin ellos la historia del domingo -mi historia- hubiese sido bien distinta. 

Porque cuando voy a ver a Independiente, me pasan otras cosas también; como te contaba al principio. Gracias por ese abrazo y por todos los que vinieron después. Y gracias por la amistad que tenemos hace ya largos años. Quería que sepan que son gente muy especial, aunque a veces sea un poco frío y me cueste demostrar las cosas. Como también me cuestan mucho algunos partidos. Este fue uno. Si no lo puedo superar, espero que anden cerca para cuidar de mí el resto de mi vida. Porque así quiero que suceda siempre, con un abrazo y una sonrisa. Siempre juntos. Felices los cuatro.

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